lunes, 29 de marzo de 2010

El buen ladrón

Se dejó caer en el banco de la plaza
y en la tarde caliente.
Se sentó a esperar,
ya consumida la arena de sus días,
bajo la sombra eléctrica de aquel Sauce.
La traición había sido urdida con maestría,
tarde era para reconocerla.
Aún así las imágenes acudían
rápidas y fílmicas a su mente.
La complicidad de beso rojo y ligas negras,
la entrega total y la confianza jugada.
Ellos se fugarían con la plata del robo,
el se quedaría con la chica de piernas largas
y de corazón dudoso pero galopante,
el jefe con la espina bien clavada.
Pero ella se abrazó a la duda,
quizás para ella la calle
, con su vestido de noche,
tenía la forma de una violentísima libertad.
O el jefe le ofreció un mejor arreglo:
todo lo que pudiera desear,
todo menos fidelidad y promesas.
De cualquier manera alguien debía pagar.
Y él ya había movido su pieza en el tablero,
y se había equivocado,
expuesto imbécilmente su rey
a la reina blanca del rey otro.
La fuga era para cobardes,
la cárcel para los condenados,
las únicas alternativas:
cicuta, cuerda, puñal o espléndida pólvora.
Optó por la última, más propicia
para una muerte urbana y civilizada.
Se dejó caer en el banco de la plaza
y en la tarde caliente.
Se sentó a esperar,
ya consumida la arena de sus días,
bajo la sombra eléctrica de aquel Sauce,
a que el sol cayera sobre sus párpados.
Y el leve chasquido del gatillo
y palomas de ojos tristes por testigos
y la breve vida yéndose como sangre
y hueso por la sien derecha
y la infancia y la dulce juventud
y la amargura de los días maduros
mojaron por última vez sus ojos
abiertos como faros
a las profundidades de la muerte
al gorrión sobre la rama del Sauce
al sauce
al cielo infinito.

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