jueves, 1 de julio de 2010

Despedida

Cuando su viejo bretón español murió el Dr. Hoffman simplemente no pudo con la pena. Una larga vida de fórmulas y reglas lo había conducido por un camino recto, sin riesgos ni irregularidades. Pero cuando Eos murió, algo sonó a polea rota en la cavidad del pecho del buen doctor. Queriendo solapar esta tendencia a la melancolía a la que tiende muestro humano corazón, vació su mesa de trabajo, desplegó un plano y se dispuso a trazar un dibujo; arrastrado por una necesidad de expiación, unas ganas de brotar o reventar propias de un volcán dormido. Su mano apoyó el lápiz, casi temblaba. En el punto que se formó del encuentro del lápiz y el papel cayó una lágrima que lo inundó completamente. De ese encuentro entre un puntito negro y una gota de nostalgia surgió un amor donde cabía el mundo. La mano fue ganando firmeza y ya apasionada de trazos y sombras, dejó ver un deseo hecho de puro grafito. Era un sendero bordeado por el más denso follaje. A lo lejos se formaban las montañas, entrelazadas como haciendo el amor o el mundo. Hoffman también estaba en el dibujo parado en el principio del camino con un pincel en una mano y una correa en la otra. Al final del serpeante camino se alejaba Eos, corría exagerademente feliz más allá del cuadro. Atardecía. Aquella escena nunca volvería a repetirse. Las despedidas tienen eso de sueño olvidado, el olor de una tarde lejana en que fuimos tan felices, suelen arrancarnos corazones o pedazos, y no entendemos cómo, luego de algo tan definitivo, el mundo sigue girando.