El ancho de una vida
“Es necesario no asustarse de partir y volver, camaradas.
Estamos, en una encrucijada de caminos que parten
y caminos que vuelven.”
Raúl Gonzalez Tuñón
Todo empieza por una muerte. El muerto se llama Salgari, Ernesto Salgari. Aparece dentro de su camión, al costado del camino, en una ruta fantasmal de la provincia de Buenos Aires.
Tiene unos cincuenta años pero las canas y su cuerpo grandote y lento, lo hacen ver de unos setenta. Su cabeza descansa sobre el volante. Parece dormido, aunque muerto sueña el sueño de los justos. En la luneta, junto a su cabeza, un Elvis Presley de juguete mueve su cadera con el viento que entra por la ventana y enmaraña los cabellos aún vivos de Ernesto.
A unos diez kilómetros un hombre corre por el desierto de la Pampa. Se aleja del camión de Salgari. El tipo nunca estuvo tan espantado, ni tan sediento, su rostro y su mirada se parecen al polvo del camino. Sólo tiene la certeza de que nunca podrá detenerse. Imagina que miles de cuervos forman una sombra que lo persigue y lo acecha. Aunque son las nubes y el día que decrece.
Salgari lo encuentra perdido, haciendo dedo en un cruce de caminos. El tipo sube, se presenta, Conejo me dicen. El viejo asiente, dígame Ernesto, requiere Salgari. No pregunta, es del tipo reservado y observador. Nota que el Conejo anda con un bolso marinero y la pinta rotosa de quien ha peregrinado por largo tiempo. Sabe que su nuevo compañero es alguien que se escapa de algún pasado. Siempre fue bueno deduciendo a la gente, anduvo mucho y visto demasiado. El Conejo parece una sombra salida del pasado de esta región desolada. Es un tipo alto con rasgos aindiados. Lleva el pelo largo y sucio y en los ojos tiene la expresión de quien ha sido tocado por la luna: un mendigo lunático y errante. La mirada del Conejo es un mal presagio, piensa Salgari.
El conejo presiente que conoce al otro de algún lado. Algo duro en los ojos del viejo, cautelosos, dos lunas amarillas ocultas en la sombra como lobos. Este presentimiento le recuerda que debe una muerte y que en la vida todo tiene un precio. A diferencia del camionero él sí habla, no soporta los silencios, cree que si duran mucho podrían escucharse sus pensamientos. El Conejo quiere dejarlos quietos, hasta que se vuelvan algo inerte como un paisaje cotidiano, los recuerdos lo lastiman.
Luego de hablar un rato con Salgari, descubre en el viejo un gran confidente. Es de los que saben y disfrutan escuchar, piensa. Salgari va haciendo las preguntas precisas de quien sabe dar madera, para que el fuego de la conversación no amaine. Hace comentarios cortos que le dan pie al otro. Conejo ceba unos amargos y habla de cómo el negocio de la Soja va matando de a poco ciertas formas de vida milenarias. De la deforestación y el desmonte. Ha viajado mucho, viene del sur, de Comodoro Rivadavia. Trabajó el campo en Formosa y en la humedad del Chaco. Ha visto cómo se van pudriendo los ríos con químicos, el aire de agrotóxicos. En su relato hay mucha bronca pero domina la impotencia. Cuenta que ha trabajado en Neuquén en una petrolera. Dichas esas palabras al conejo le cambia la cara y calla un largo rato, otra vez recuerda. Piensa hace cuánto que está perdido, y el corazón le late con un ruido de ventana rota y ausencias.
Salgari se da cuenta del cambio en su compañero y respeta su silencio. Mira el camino que se angosta hacia el horizonte. Hoy la ruta está tranquila. Es uno de esos días en que el sol no quema pero le da a las cosas ese color que las hace eternas. Los campos sembrados, los fardos tirados al costado del camino, los molinos, los infinitos cableados que son ruinas gigantes de una civilización perdida, los límites alambrados.
Para él toda esa geografía representa la libertad en su forma más pura. El tipo podría tener cualquier trabajo, incluso no trabajar en nada, por el puesto del hijo y por sus ganancias. Pero es sapo de otro pozo. Si se quedara mucho tiempo en un mismo lugar, moriría. Soy como el gorrión piensa a veces el viejo, no sirvo para el cautiverio. Además Salgari es un nostálgico. Extraña a su mujer pero, en el fondo, le gusta extrañarla. Sabe que es como una suerte de marinero en tierra. Que los mejores momentos, además de los andados en la ruta, son los que pasa con su mujer mateando en el jardín, cuando anda de franco.
Salgari comenta, para establecer un vínculo, que su hijo también trabaja en una petrolera. Ahora andan peleados y hace unos años que no se hablan; tal vez por la soberbia del hijo y por lo intransigente del padre. El pibe es ingeniero, comenta Salgari. Luego calla.
Al Conejo se le vuelve transformar la cara, ve a Ernesto y se da cuenta de que lo conoce. Con una sacudida de cabeza quiere espantar la imagen que se le va formando: ve su cara desfigurada por la locura y la cara del otro también desfigurada por las consecuencias de los golpes. Se mira las manos y sabe que la sangre aún no se ha lavado. La sangre, el rojo de la sangre, su olor a miedo y a instinto, se vuelve intenso cerca del viejo. Olor a violencia en su forma más pura, la violencia de nacer, la violencia de morir, la violencia que corre por las venas de este continente.
En la radio suena una canción donde es invierno y hace frío y sin duda llueven tempestades. Afuera el día es rojo, es azul, es amarillo, es espléndido. Adentro, los ojos del Conejo son más parecidos a la canción de la radio.
El viaje lleva una semana. Los últimos días los hombres hablan poco, por dentro están llenos de ruidos, habitados de secretos como ciudades nocturnas. La ruta tiene eso de confrontarnos con lo infinito y con lo efímero. Los hombres piensan cómo han terminado en ese lugar, qué desvíos tomaron para que el camino trazado desde pequeños haya cambiado tanto. Callan, cómplices del silencio que los hace partícipes de una comunión única, se sienten a gusto. Cuando alguno hable, el tiempo volverá a correr como siempre y ya será tarde.
Finalmente, el Conejo, aún sabiendo que contar una historia es darle vida, siente la impulsiva necesidad de hablar. Le explica a su compañero que allá en la Patagonia tuvo su casa. Le vuelve a decir que trabajaba en una petrolera. Dice que, como muchos en el pueblo, desconocía los males que podía causar esa refinería. Hasta que la cosa se puso cada vez más fea y sobrevino la tragedia. La mujer del conejo estaba embarazada. Cuando fue a dar a luz parió un niño muerto. El Conejo quedó destrozado, era su hijo varón, se iba a llamar Mateo. Algo terrible en el agua. El Conejo se echó toda la culpa y perdió la cabeza. Pensó que había sido él quien había matado a su hijo. Cuando llegó esa tarde a la fábrica, el Ingeniero lo regañó por la tardanza, indio perezoso, le dijo, lleno de desprecio. El Conejo, un tipo que nunca se había metido en peleas, tomó una llave inglesa y mató al ingeniero a golpes, como si su cuerpo estuviera poseído por un espíritu vengador, como si esa muerte trajera consigo el precio de la sangre que bebió el desierto. Se llamaba Salgari, dice, maté a un hombre Ernesto.
Salgari lo mira incrédulo, sólo piensa en la sangre. Su mirada, su mente se tiñen de rojo. El viejo grita desgarrado mientras los ojos se le inundan de algo negro y puro como el odio. Salgari pierde la cabeza.
El camión frena violentamente y derrapa en la banquina. Una nube de polvo lo rodea. Pasan unos segundos que adentro del camión parecen años. Tres disparos resuenan en el aire y suben el volumen del silencio que sigue.
Bajate, hijo de puta, los próximos te los meto entre los ojos, grita el viejo y mira al otro rabioso. Salgari sostiene en su mano una 45 que vuelve a disparar por la ventana, descargando pedazos de plomo y de furia. El Conejo lo mira, algo ancestral vuelve a apoderarse de él, algo que lo hace vigilar cada movimiento de Salgari: una mezcla de miedo e instinto, el recuerdo del hijo que ha muerto, su hijo, muerto por el hijo de Salgari, ganas de aferrarse al abismo que es ahora su vida, la pulsión de sobrevivir.
Todo ocurre rápidamente. Un pájaro raya la tarde. Nada más se mueve en el paisaje. El calor del día comienza a aflojar. En un rato los grillos tocarán sus arpas. El Conejo desliza su mano dentro de su bolso. El viejo se da cuanta e intenta dispararle. El otro es más rápido y desvía la mano que empuña el revólver. Forcejean. Puta madre, grita entre dientes el Conejo, mientras un cuchillo abre el pecho de Salgari, allí donde brilla hermoso y potente el corazón de Ernesto. El ingeniero, era mi hijo, alcanza a murmurar el viejo. Ya lo se compañero, confiesa el Conejo, pero necesitaba saber qué clase de hombre era usted, antes que nada.
Salgari corre su vista de los ojos del Conejo y mira por el espejo retrovisor, esperando encontrar algún pedazo de su pasado.
Todo siempre termina con una muerte. El muerto, otra vez, se llama Salgari. El Conejo corre por el costado del camino. En la ruta, el asfalto añora la caricia de algún vehículo. En el horizonte muere la tarde. El Conejo corre descorazonado. Al otro lado de la ruta desde un rancho se eleva en rastro de humo. Piensa en detenerse pero sus pies no lo obedecen, deben seguir corriendo. Se pierde al final de la ruta, ya no podemos divisarlo.
Luego hay cierta liviandad, el sentirse como un espejismo vaporoso del camino y el ancho silencio de lo remoto.